Uno
de los edificios más célebres que alberga la provincia onubense, y
precisamente por su enorme trascendencia histórica en relación con
el Descubrimiento de América, es el monasterio medieval de Santa
María de La Rábida, sito en el término municipal de Palos de la
Frontera.
El
monasterio se erigió en un promontorio que domina el estuario en el
que confluyen los ríos Tinto y Odiel, a buen seguro construido sobre
restos de antiguas edificaciones de carácter religioso, tal y como
refieren diversas obras que, a medio camino entre los relatos
históricos y legendarios, tratan los orígenes de tan emblemática
localización.
Así, y siguiendo los escritos del
cronista fray Felipe de Santiago en su obra “Libro en qve se
trata de la antigvedad del conuento, de Nª Sª de la Ravida, y de
las maravillas, y prodigios de la Virgen de los Milagros”,
se nos habla de una primera construcción fenicia en honor al
dios Baal, la cual sería sustituida por otro gran templo, o más
bien considerándose ahora sacro todo el promontorio, en honor a la
diosa Proserpina (deidad de la vida y la muerte) durante el gobierno
del emperador romano Trajano (53-117).
Igualmente,
y entrado el año 159 de Nuestra Era, la tradición afirma la venida
de Siriaco, un predicador cristiano que se establecerá en este lugar
para transmitir sus predicamentos a los núcleos poblacionales
próximos, y cuyos discípulos proseguirían su legado en el
promontorio hasta el año 332, cuando se constatarían ya las
primeras imágenes cristianas depositadas en el santuario para su
veneración.
Exterior del monasterio de Stª María de La Rábida. Fuente: www.andalucia.org
Por
otro lado, y hablando ahora desde un punto de vista etimológico,
existen unas tres versiones diferentes para explicar la denominación
que recibe el monasterio. La primera hace referencia a su vinculación
por el apellido de un sacerdote secular promotor de la erección del
templo, otra es la que afirma que La Rábida adquiere su nombre del
término árabe ribat, que hacía referencia a aquéllos
pequeños eremitorios islámicos de carácter defensivo-militar y,
por último, se teorizó con el hecho de que una vez convertidas al
cristianismo las poblaciones próximas al convento, sus habitantes
solicitaron al obispo de Jerusalén San Macario (muerto en 335), la
implantación de una imagen para venerarla en este monasterio;
trayéndose finalmente al santuario, que estaba gobernado por el
sacerdote Effren, en el año 332, la imagen de Nuestra Señora de La Rábida, llamada así por sus milagros y curaciones al
respecto de la enfermedad de la rabia. Sin embargo, y a pesar que fue
finalmente ésta la denominación que se le otorgó al lugar, el
posterior nombre que se le asignó a la imagen fue el de Nuestra
Señora de los Milagros, por haberse rescatado en el estuario por
varios pescadores una vez que, según narra la tradición, había
sido arrojada a las aguas cercanas para evitar así su profanación por
los invasores musulmanes en el 711.
Sea
como fuere, y alejándonos de los terrenos legendarios, sí resulta
más verosímil la ocupación de este convento-fortaleza por los
miembros de la Orden del Temple en el siglo XIII. Pero, una vez cayó
en desgracia esta orden religiosa, se decidió, mediante bula emitida
por el Papa Clemente V (1264-1314), que su cuidado, como el de tantos
otros monasterios, habría de corresponder ahora a los religiosos
conventuales, quienes permanecerían allí hasta el año 1445, cuando
se hace efectiva la ocupación definitiva del edificio por los
religiosos franciscanos. No se trató, pues, de un lugar que vio la
superposición de distintas creencias y cultos propios de culturas
diferentes, sino que a buen seguro la colina donde se asienta el
actual monasterio fue considerada desde antiguo un área sacra para
los cristianos y permitido su culto en todo momento por los
gobernadores musulmanes.
Salón interior del monasterio. Fuente: www.andalucia.org
No
obstante, la verdadera importancia histórica del monasterio radica
en ser el lugar principal donde se mantuvieron las conversaciones
entre dos religiosos, muy próximos a la corona castellana, y un
huésped, Cristóbal Colón, quien llegó en 1484 junto a su hijo
Diego, y quien dio a conocer sus ideas de navegación novedosas a los
seglares, buscando ayuda y consideración como intermediarios para la
consecución de sus propósitos comerciales. Así, muy pronto mantuvieron
Fray Juan Pérez y Fray Antonio de Marchena entusiastas
conversaciones con el almirante genovés sobre la empresa colombina y
los requisitos necesarios para su ejecución. Y cuyo agradecimiento
mostró el propio Colón en una carta remitida desde la isla Española
a los monarcas hispanos: “Ya saben Vuestras
Altezas, que anduve siete años en su Corte importunándoles por
esto: nunca en todo este tiempo se halló piloto, ni marinero, ni
filósofo, ni de otra ciencia, que todos no dijesen que mi empresa
era falsa; que nunca yo hallé ayuda de nadie, salvo de fray Antonio
de Marchena, después de aquella de Dios eterno;
al tiempo que refirió en otra ocasión: “Que
á dos pobres frailes debían los Reyes Católicos el descubrimiento
de las Indias”.
Fruto
del buen hacer del guardián del monasterio de La Rábida fue lo
descrito por él en una carta remitida al propio genovés, dando con
ello prueba irrefutable de la eterna unión y significación del
pequeño convento onubense con la empresa descubridora del Nuevo
Mundo:
“Nuestro
Señor ha escuchado las súplicas de sus siervos. La sabia y virtuosa
Isabel, tocada de la gracia del Cielo, acogió benignamente las
palabras de este pobrecillo. todo ha salido bien; lejos de rechazar
vuestro proyecto, lo ha aceptado desde luego, y os llama a la Corte
para proponer los medios que creáis más á propósito para llevar a
cabo los designios de la Providencia. Mi corazón nada en un mar de
consuelo y mi espíritu salta de gozo en el Señor. Partid cuanto
antes, que la Reina os aguarda, y yo mucho más que ella.
Encomendarme a las oraciones de mis amados hijos y de vuestro
Dieguito. La gracia de Dios sea con vos y Nuestra Señora de la
Rábida os acompañe”.
Obra de Eduardo Cano de 1856 que representa a Colón explicando su proyecto en el monasterio de La Rábida. Fuente: www.commons.wikimedia.org
De
otro lado, y tras su fundación, el monasterio sufrió diversas
remodelaciones a lo largo del tiempo hasta lograr el aspecto que
presenta hoy día. Así, a fines del siglo XV poseía una iglesia,
clausura y hospedería, accediéndose al edificio por la puerta con
su arco de medio punto sita en la fachada oriental. Tras ella se
accedía a un zaguán donde se guarecían los visitantes recién
llegados a tan remoto lugar, y donde existía una pequeña ventana
lateral desde donde se observaba al visitante; también, al fondo, se
encontraba la puerta de estilo gótico elaborada en sillería y con
su dintel en forma de conopio, sobre el que se dibujó el escudo de
la Orden de San Francisco. Asimismo, y traspasada dicha puerta, había
dos vestíbulos desde los que se accedían al patio de la hospedería,
quedando a su alrededor la sacristía, las habitaciones de los
viajeros, el almacén y el lavadero.
No
es lugar aquí el describir todas y cada una de las estancias del
edificio, inherentes, de otro lado, a cualquier monasterio
tardomedieval. Sin embargo, es necesario resaltar su iglesia, de nave
central, presbiterio y capilla; la sala capitular y el claustro de
estilo mudéjar. Pero, las vicisitudes políticas e históricas
quisieron que gran parte de las estructuras del edificio sufrieran a
lo largo del tiempo constantes remodelaciones, ampliaciones y
supresiones, desconfigurándose la morfología original del
monasterio.
El monasterio de La Rábida en el siglo XIX. Fuente: www.bibliotecavirtualdeandalucia.es
Sin
embargo, el momento de mayor peligro para este histórico y
emblemático monasterio llegó en 1835, cuando se decreta su abandono
en base a las leyes desamortizadoras; quedando el edificio en un
estado ruinoso hasta el año 1851, cuando se valoró un proyecto de
derribo y reutilización de sus materiales; por suerte, este proyecto
fue desechado y en 1854, los duques de Montpensier, atraídos por el
encanto del lugar, decidieron donar la suma inicial de 7.000 reales
para una reparación parcial y la conservación básica del edificio,
que desde entonces se destinaría para la beneficencia y como
hospital.
Por
fortuna, este proyecto restaurador y su espíritu de conservar tan
importante legado monumental efectuado en tiempos de la reina Isabel
II, salvó definitivamente de la ruina y del más absoluto olvido
histórico a esta primordial localización religiosa que acogió al
que se sería el descubridor del Nuevo Mundo, su hijo y, más aún,
dejó fluir entre sus viejas paredes las ideas aventureras de un
comerciante genovés que con su hazaña descubridora cambió para
siempre la historia del mundo.