Una
vez concluyeron las conquistas territoriales de Fernando III de
Castilla y León (1199-1252) y de Jaime I de Aragón (1208-1276) a
mediados del siglo XIII, los reinos cristianos peninsulares deciden
estabilizar sus confines y frenar por el momento su ansia de
expansión; incluido el reino castellano, que aun mantenía diversas
fronteras con los musulmanes pero que, a partir de este siglo, cesará
su avance conquistador y lo cambiará por otra opción menos
arriesgada, consistente en la práctica de un vasallaje impuesto al
reino de Granada.
Se
iniciarán desde este instante largas décadas en las que
predominaría la paz, que será empleada a partir de ahora como el
máximo elemento de la política exterior castellana; pero, al
tiempo, surgirán nuevas preocupaciones y adversidades para la
estabilidad de los reinos peninsulares, que vendrán de la mano de
graves desequilibrios poblacionales, económicos, políticos y
sociales, así como también de un peligro aun mayor, conformado por
las aspiraciones de la nobleza por aumentar su poder, y que
conllevarían durante mucho tiempo una sucesión de crueles y
constantes luchas por gran parte del territorio cristiano que se
mantendrán hasta mediados del siglo XIV.
En
efecto, y desde una perspectiva política, se trataron de reorganizar
y revisar las potestades de los miembros de la aristocracia tras
finalizar sus labores militares durante las continuadas conquistas de
los territorios controlados por los musulmanes, constituyendo ahora
la clase nobiliar un poderoso grupo que en muchas ocasiones pretendía
incluso usurpar el poder real mediante la realización de alianzas
entre sus miembros más ambiciosos; lo cual suponía una peligrosa
amenaza para la integridad de la monarquía, que pretendió atajarla
realizando concesiones de nuevos privilegios destinados a atraer y
fidelizar a esa parte de la nobleza rebelde a la causa y servicio del
rey.
Todas
estas luchas nobiliarias y dinásticas continuarían, con algunas
épocas de relativa paz, incluso hasta el reinado de Pedro I (1334
-1369), quien también las hubo de padecer (tornándose de especial
gravedad entre los años de 1366 y 1369, cuando se origina la Primera
Guerra Civil Castellana entre el
rey y su hermano Enrique) y, por ello, decidió ejercer una
política interior caracterizada por tratar de fortalecer el poder de
la monarquía en gran modo, reafirmando, ante todo, su potestad
legislativa. De otro lado, y sabedor de la gran importancia que
suponía el contar con numerosos apoyos que sostuvieran el poder
regio, obtuvo numerosos adeptos entre los miembros de la burguesía y
de los concejos de las ciudades, así como también de entre miembros
de la nobleza que fueran de su plena confianza, configurándose así
una red vasallática bien asentada y como previsión de que no se
iniciasen futuras revueltas contra su autoridad.
Batalla de Nájera de 1367, que enfrentó a los ejércitos de Pedro I y su hermano Enrique en el contexto de la Guerra Civil Castellana. Fuente: www.commons.wikimedia.org
No
obstante, y no siendo lugar aquí para analizar el devenir de su
gobierno, debe decirse que pronto surgirían destacadas figuras,
aliadas de la autoridad regia que ostentaba, y otras que ejercieron
gran influencia en la vida personal del monarca castellano, como
María de Padilla (1334-1361), quien, a la sazón, se hallaría, como
ahora veremos, muy vinculada al territorio onubense. En este mismo
sentido, una destacada fuente para el estudio de la personalidad del
monarca castellano viene dada por la eminente figura del canciller
Pero López de Ayala (1332-1407), quien estuvo al servicio de Pedro I
y al que abandonó, como tantos hicieran, cuando la victoria de su
hermano Enrique parecía ya manifiesta, finalizando así la antedicha
Guerra Civil Castellana con
la victoria de los ejércitos del aspirante de la casa Trastamara.
Ayala,
precursor del humanismo y muy dado a analizar en sus obras las
ejemplificaciones morales que subyacen en la Historia, retrata al
monarca en su obra Crónica de Pedro I,
en contraposición a la tradición popular que lo muestra como un
gobernante justiciero, como un verdadero tirano, empleando para ello
tales términos: “E fue el rey Don Pedro asaz grande de
cuerpo, e blanco e rubio, e ceceaba un poco en la fabla. Era muy
temprado e bien acostumbrado en el comer e beber. Dormía poco e amó
mucho mujeres. Fue muy trabajador en guerra. Fue copdicioso de
allegar tesoros e joyas (...) e mató muchos en su regno, por lo qual
le vino todo el daño que avedes oído. Por ende, diremos aquí lo
que dixo el Profeta David: Agora los Reyes aprended e sed castigados
todos los que juzguedes el mundo, ca grand juicio e maravilloso fue
este e muy espantable”.
Sin
embargo, esta personalidad se vio en gran medida transformada y
condicionada por las virtudes que le supo transmitir, durante el
tiempo que convivieron, uno de sus más reconocidos amores, María
de Padilla (a pesar de estar comprometido por razón de estado con la
noble francesa Blanca de Borbón), y quien le conoció en el contexto
de la guerra civil de Castilla, según nos relata López de Ayala:
“En este tiempo, yendo el rey a Gijón, tomo a doña
María de Padilla que era una doncella muy fermosa e andaba en casa
de doña Isabel de Meneses, muger de don Juan Alfonso de Alburquerque
que la criaba, e tráxogela a Sant Fagund Juan Ferrandez de
Henestrosa, su tío, hermano de doña María González, su madre”.
Grabado cuya representación se atribuye a la reina María de Padilla. Fuente: www.curiosidadesdelahistoria.blog
No
obstante esta información, puede pensarse aquí que el monarca
castellano tomara a Padilla como una concubina más, fruto de la
animadversión de Ayala para con el rey; pero, distinta
interpretación nos ofrecen los textos del historiador zaragozano
Jerónimo Zurita (1512-1580) al respecto de los sentimientos entre la
joven noble y el monarca: “Que el Rey D. Pedro fue a la Ciudad
de León; Que a la entrada vio en los Palacios de un gran Caballero
de la Ciudad, que se decía Diego Fernández de Quiñones, a Doña
María Padilla, parienta del Caballero, la qual era la más apuesta
Doncella, que por entonces se hallaría en el mundo, y que el Rey
quando la vio, como era mancebo de edad de hasta diez y siete años,
enamorose mucho de ella, e no pudo estar en sí, hasta que la huvo, e
durmió con él”.
Sin
embargo, y siguiendo ahora los
escritos del historiador hispalense Pablo de Espínola, se afirma lo
siguiente: “Que la común tradición de Sevilla, es, que
la dicha Doña María vivía en ella con su tío D. Juan Fernández
de Hinestrosa, en la Collación de San Gil, en la calle Real, yendo
de Santa Marina a la Puerta de la Macarena, a la mano derecha, que
entonces era mucho mayor, que oy y que viniendo el Rey de caza, se
enamoró de ella; que ella no consintió, sino casándose; y dicen
que el rey se casó con ella; y que la llevó al Alcázar, que la
quiso de fuerte, que quando Doña Blanca vino, aunque hizo las
ceremonias de las Bodas con ella, acabadas, se fue a Montalván,
donde estaba Doña María de Padilla”.
Sea
como fuere, queda claro que el rey Pedro I conoció a María de
Padilla en el verano de 1352 y, de manera inmediata, quedó cautivo
de su belleza, inteligencia y personalidad bondadosa, tal y como
refieren las crónicas medievales. Prueba
de ello fue la donación que le hizo a su amada de la villa de
Huelva en tales términos: “Sepan quantos esta Carta vieren,
como ante mí, Gil Martínez, Alcalde en Huelva por nuestro Señor el
Rey, estando los Alcaldes, y el Alguacil, y los Caballeros, y los
Homes buenos del Concejo de esta dicha villa en la Eglesia de Sant
Pedro ayuntados en Cabildo, por voz de pregón llamados, segunt que
es uso, y costumbre de se facer, mostraron ante mi el dicho Alcalde
Carta, y Privilegios de nuestro Señor el Rey D. Pedro, que Dios
mantenga en su servicio muchos años, y bonos; y dixeronme en como el
Señor Rey, que fuera su voluntad, y su merced de dar esta dicha
Villa a Doña María de Padilla, e que ellos, que querían embiar
pedir merced a la dicha Doña María, en que les confirmasse las
dichas Cartas, y Privilegios, según eran confirmadas de el dicho
Señor Rey...”
Retrato del rey Pedro I realizado en 1857. Fuente: www.commons.wikimedia.org
Asimismo,
la documentación de la época refleja que María de Padilla fue
Señora de Huelva desde septiembre de 1352 hasta, al menos, el
año 1359, sucediendo en el cargo al maestre de la Orden de Santiago;
puesto que aun en esta fecha se constata su intervención como
magistrada regia por la entrada de unos ganados pertenecientes a
Niebla y Trigueros en Huelva, creándose un litigio entre los
villanos de estos núcleos basado en la petición de pago por tal
uso. Ante esto, los ganaderos argumentaron que “si no
eran tenidos a pagar...es porque nuestra Señora Doña María de
Padiella, que Dios mantenga, dio una Carta de comunidad de pastos”.
Por
otro lado, y según el militar e historiador sevillano Diego Ortiz de
Zúñiga (1636-1680), cabe destacar que María de Padilla nació en
Sevilla, según lo refiere en sus crónicas: “natural de esta
ciudad, según antiguas memorias, y que tenía Casa propia, a la
Parroquia de Santa Marina, de que aun se conocen las ruinas”. Y
sería también allí donde se casara con el monarca en torno al 1350
ó 1351, con anterioridad al compromiso con Blanca de Borbón (que
tuvo lugar en el año 1353), según constan en las inscripciones
honoríficas conmemorativas del regio evento.
Si
bien en su momento no se publicitó la boda con María de Padilla,
por temor a posibles revueltas contra su autoridad al contravenir un
compromiso de matrimonio pactado con Francia con la noble Blanca de
Borbón en 1351, ésta fue ratificada en las Cortes de Sevilla del
1362 (un año después de la muerte de Padilla), cuando ante los
prelados, ricoshombres y diputados de los reinos, declaró que
Doña Blanca no fue su legítima mujer, pues se había desposado
anteriormente con María; siendo testigos del evento Diego García de
Padilla, maestre de Calatrava y hermano de su mujer, Juan Fernández
de Hinestrosa, Juan Alonso de Mayorga (Canciller del Sello de la
Puridad) y el Capellán Mayor y Abad de Santander, Juan Pérez de
Orduña. Todos ellos juraron ante el Evangelio ser cierta la boda
celebrada por el monarca en Sevilla y, por tanto, se solicitó que se
tratase como reina a María de Padilla al tiempo que debían ser
reconocidos como hijos legítimos los vástagos fruto de esta
relación a fin de continuar con su linaje.
Escudo de armas de María de Padilla. Fuente: www.commons.wikimedia.org
El
legado de la Señora de Huelva, María de Padilla, como consorte se
resume en la fundación del Monasterio de Santa Clara en Astudillo,
Palencia, en el año 1353, ser una gran consejera del rey en asuntos
de estado y al persuadirle de no tomar excesivas represalias con sus
detractores y, ante todo, dedicarse a la crianza y preparación de
sus cuatro hijos como herederos reales: Alfonso, Beatriz, Isabel, que
se casó con Edmundo, duque de York, y Constanza, que estuvo casada
con Juan de Gante, duque de Lancaster.
La
reina María murió en el Alcázar de Sevilla en 1361 y fue enterrada
en el monasterio que ella misma fundó en Astudillo. Un año más
tarde, el rey Pedro mandó trasladar su cadáver a la catedral de
Sevilla, mandando que se honrara como reina por toda Castilla, y allí
reposaría hasta el año 1579, cuando finalmente sus restos fueron
trasladados a la Capilla Real de la catedral hispalense.
BIBLIOGRAFÍA:
-IRADIEL,
P; MORETA, S; SARASA, E. Historia Medieval de la España
Cristiana. Ed. Cátedra, Madrid, 1995. ISBN: 84-376-0822-8.
-GARCÍA
LÓPEZ, J. Historia de la Literatura Española. Ed. Vicens
Vives, Barcelona, 1977. ISBN: 84-316-0597-9.
-MORA,
Juan Agustín de. Huelva Ilustrada. Breve Historia de la Antigua y
Noble Villa de Huelva. Impr. Gerónimo de Castilla, Sevilla,
1762.
No hay comentarios:
Publicar un comentario