Es bien sabido que la
Historia de la Humanidad se nutre de grandes acontecimientos,
ejercidos de manera pacífica o violenta, que hicieron avanzar o
retrotraer las sociedades, cambiaron fronteras, regímenes,
economías, cultura y mentalidades; y no cabe duda alguna aquí al
respecto sobre su importancia, pero la ciencia histórica también ha
de basarse en lo que Miguel de Unamuno (1864-1936) denominó como
intrahistoria, es decir, aquéllos hechos propios de la vida
tradicional que estuvieron protagonizados por personas anónimas,
conformando historias de vida de gentes que, precisamente por su
carácter individualista y singular, no se profundiza demasiado en su
estudio, pero que en ningún instante dejaron de erigirse como
fuentes muy importantes para la investigación histórica,
aportándonos múltiples informaciones concretas que, junto a los
acontecimientos más destacados y conocidos, nos aproximan en su
conjunto a un conocimiento histórico más certero.
En este mismo sentido,
tratamos aquí una de tantas vidas que, desde tierras onubenses, se
sintieron atraídas por las muchas oportunidades que ofrecía el
nuevo continente, optando así por arriesgarse y aventurarse en los
territorios de las posesiones españolas americanas en busca de fama
y una mejor fortuna; pues, en efecto, será a partir de la segunda
mitad del siglo XVIII cuando se constate un considerable aumento de
los emigrantes onubenses al Nuevo Mundo, según el análisis
efectuado de los numerosos registros conservados en el Archivo
General de Indias de Sevilla. No obstante, si bien la proporción de
viajeros es inferior a la obtenida en los dos siglos precedentes,
podemos afirmar que fue la villa onubense de Ayamonte la que vio
viajar a un mayor número de vecinos a la América española.
Así pues, uno de estos protagonistas ayamontinos fue Melchor Díaz Domínguez, quien
era hijo de Alonso Domínguez y María Vilar Pereli, de origen humilde y oriundos
también de esta localidad costera onubense. La vinculación de Domínguez con
América quedaría manifestada tempranamente a través de su propio
oficio, ligado a la actividad marinera, pues ejerció como
despensero de la fragata El Águila, la cual realizaría
numerosos viajes comerciales atravesando no sólo el océano
Atlántico, sino también las costas del pacífico de los actuales
estados de Chile y Perú, durante los años en los que este navío
estuvo en servicio.
Estamos refiriéndonos a
un siglo en el que predominaron los viajes y expediciones con
propósitos descubridores por latitudes americanas desconocidas hasta
el momento; pero, para el caso que nos ocupa, Melchor Díaz fue
enrolado siendo muy joven en una fragata mercante a fin de comerciar en
los territorios españoles americanos, perteneciendo el buque a la flota de la
sociedad Manuel Rivero e Hijos. Se
trataba ésta de una compañía comercial de gran relevancia en Ayamonte y Cádiz, cuyo
dueño, el célebre burgués ayamontino Manuel Rivero González “El Pintado”
(1697-1780), llegaría a convertirse en un destacado comerciante y
reconocido hombre de negocios, que hizo gran fortuna en su juventud
en las Indias Occidentales, donde viajó hasta en seis ocasiones,
siendo su primer periplo a la Puebla de los Ángeles, en México, en
1710 y la última travesía en el año de 1736.
Plano de la villa de Ayamonte en 1756. Fuente: www.juntadeandalucia.es
Rivero
se casó con Juana Inocencio Díaz Cordero en el 1719 y fruto del
matrimonio nacieron seis hijos, cuatro varones y dos mujeres, a
quienes pronto iniciaría en las artes del comercio. Un año después,
en 1720, obtuvo el título de Cargador de Indias,
iniciando así una destacada y próspera carrera como tratante de
comercio. De tal modo, y a lo largo de su dilatada carrera, Manuel
Rivero fundó diversas compañías comerciales, siendo algunos
ejemplos la creada en el 1740 junto a dos comerciantes británicos,
otra en 1742 con su hermano, en 1749 asociado ya con sus propios
hijos o en 1753, cuando crea una sociedad comercial con su
primogénito Manuel Rivero Cordero y su yerno Antonio Agustín
Trianes. En este mismo sentido, su renombre como hombre ilustrado y
mecenas en la localidad conllevaría su nombramiento como Teniente
Corregidor y Justicia Mayor de
Ayamonte y, sólo cuatro años más tarde, ostentaría el cargo de
Alcaide del Castillo.
Su
adscripción a lo que podríamos denominar alta burguesía comercial
propició que poseyera en esta localidad, entre otros, los siguientes bienes: una
casa sede de la compañía en la calle Lepe, bodegas de vino,
almacenes de aceite, oficinas menores, diversas viviendas arrendadas
a particulares, una vivienda destinada al almacenaje del grano
recogido por las cosechas, lonjas a orillas del estero, numerosos
almacenes para el grano, grandes extensiones de tierra con olivares y frutales, molinos de
pan, ganaderías caballares, destiladoras de aguardiente,
embarcaciones, etc.
En
efecto, las gentes del territorio señorial onubense del siglo XVIII eran eminentemente urbanas y marineras, y gran parte de su
economía se basaba en la producción agrícola y ganadera; por lo
que, al sobrevenir las épocas de escasez, muchas personas decidieron
emigrar o alistarse en las armadas militares o comerciales. Y ésa
fue la opción elegida por Melchor Díaz, al igual que otros tantos, como forma para progresar,
uniéndose a una empresa que obtenía grandes beneficios
estableciendo rutas comerciales con productos que unían lejanas
tierras, algo que además pudo hacer gracias al propio carácter
altruista de la compañía Rivera,
que no dudó en dar trabajo en sus navíos a numerosos ayamontinos
para que, igual que le sucedió a su fundador años atrás, tuvieran
una oportunidad de prosperar con el comercio de América.
Navíos comerciales en Huelva a finales del siglo XVIII. Fuente: www.commons.wikimedia.org
Sin embargo, como miembro
contratado por esta poderosa compañía comercial, y durante uno de
sus trayectos, la desdicha se apoderó del joven ayamontino, pues
enfermó a bordo y hubo de ser llevado a puerto. Así, y al no poder
recuperarse, Melchor Díaz murió abintestato en el Hospital del
Espíritu Santo de Lima en el año 1785, y su madre ya viuda, siendo
la legítima heredera, tuvo que personarse en la ciudad de Cádiz
ante el funcionario Juan Antonio Enríquez, Comisario Real de Guerra
de Marina, a fin de solicitar formalmente la soldada de su hijo, que
ascendía a unos 2.178 reales y 21 maravedíes de vellón, siéndole
entregada esa suma por el Depositario de Marina, Nicolás Lozano, una
vez que se confirmó la veracidad de los datos e informaciones dadas
y se restaron los gastos pertinentes derivados de la tramitación de
la defunción.
Entre la documentación
requerida por la justicia para constatar la verdad de las
informaciones aportadas por los herederos, tenemos noticias referidas
el 5 de abril de 1785 por Manuel Rivero hijo, quien era el
propietario en ese momento de la fragata donde ejercía su trabajo Díaz, ratificando que efectivamente fue contratado como
despensero a sus órdenes en dicho buque durante una travesía en El
Callao; y que, tras enfermar y fallecer en Lima, se remitieron por
parte de la compañía sus bienes y remuneraciones obtenidos en esa
travesía, unos 482 pesos y 7 reales, a la península por medio del
navío El Peruano para ser entregados a sus familiares.
Igualmente, el infortunio
para su madre también llegó en forma de poder recibir una
indemnización por su pérdida, pues habiendo muerto en tierra, no se
pudo aplicar en su caso la ordenanza emitida por el fiscal Julián de
Arriaga, de fecha 7 de noviembre de 1764; que establecía desde ese
año el compensar económicamente a los miembros de la Real Armada
que muriesen durante los trayectos marítimos hacia las Indias o de
regreso a tierras peninsulares españolas.
BIBLIOGRAFÍA:
-CANTERLA
Y MARTÍN DE TOVAR, F. Hombres
de Huelva en la América del siglo XVIII.
Andalucía y América en el siglo XVIII: actas de las
IV Jornadas de Andalucía y América : Universidad de Santa María de
la Rábida, marzo 1984 / coord. por Bibiano Torres Ramírez, José J.
Hernández Palomo, Vol. 1, 1985, ISBN: 84-00-06090-3, págs. 307-328.
-https://www.pares.mcu.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario