El convento franciscano de Nuestra Señora de La Bella, en Lepe, fue erigido en el 1431 por el caballero cordobés Francisco Luján, dotándolo asimismo de suficientes rentas para que los legos no tuvieran más preocupación que adoctrinar en la Fe cristiana a las personas de las cercanas poblaciones, en especial las que se hallaren entre los terrenos de la Torre Catalán y el Terrón.
Sin embargo, bien fuera porque los frailes elegidos para su habitación no fuesen los idóneos, o bien porque no gozaron desde un inicio de las simpatías de los lugareños, el hecho fue que en un período de tiempo no excesivamente prolongado, el convento cayó en desgracia, desde una perspectiva religiosa y también desde otra más mundana, sobreviniéndole una gran ruina en sus instalaciones.
Así las cosas llegamos al año de 1583, cuando el padre franciscano Francisco de Gonzaga visita las ruinas del convento y hace un peculiar descubrimiento en su interior, un hallazgo que sería publicado en su magna obra “De Origine Seraphicae Religionis”, publicada en Roma en el año 1587. Veamos de qué se trató.
El fraile narra en dicha obra lo siguiente: “En la Iglesia de este convento (Ntra. Sra. de la Bella) aún se ve el sepulcro de cierto Juan de Lepe, nacido de baja estirpe del dicho pueblo de Lepe, el cual como fuese favorito de Enrique VII rey de Inglaterra con él comiese muchas veces y aun jugase, sucedió que cierto día ganó al rey las rentas y la jurisdicción de todo el reino por un día natural, de donde fue llamado por lo ingleses el pequeño rey. Finalmente, bien provisto de riquezas y con permiso del Rey volvió a su patria nativa y allí después de haber vivido algunos años rodeado de todos los bienes y elegido su sepultura en esta iglesia, murió. Sus amigos y parientes grabaron esta historia en lugar de epitafio, la cual quise yo, aunque no parece a propósito de esta Historia, dejarla como un recuerdo de este lugar”.
En efecto Gonzaga referencia, aunque de forma escueta, en su obra literaria, un acontecimiento de la mayor trascendencia que, por no existir hoy día un mayor número de fuentes escritas que lo complementen, resulta ser un hecho del todo desconocido para gran parte de los historiadores y, más aún, del conjunto de la ciudadanía.
Incluso la inscripción sepulcral sería destruida en su totalidad durante la Guerra de Independencia (1808-1814), como tantos bienes civiles y eclesiásticos españoles, que sucumbirían ante la furia liberal napoleónica, en tanto que adalid del nuevo orden liberal europeo, y que tomó como su más acérrimo enemigo a cualquier vestigio de las antiguas instituciones políticas, sociales y religiosas del Antiguo Régimen español.
El acontecimiento que nos ocupa, y que llamó la atención del ilustre fraile para rescatarlo del olvido de la Historia fue, en fin, la azarosa vida de Juan de Lepe, un marino de dicha villa onubense que en fecha incierta del siglo XV llegaría a Inglaterra, reinando en la misma el primer miembro de la dinastía Tudor, Enrique VII (1457-1509).
Al poco, el marino lepero, gracias a su saber hacer, picardía y astucia, consiguió ganarse paulatinamente la no siempre accesible confianza de la austera Corte Real inglesa, incluyendo la del propio monarca. Tal sería su amistad con el rey que albergó una serie de cargos en la Corte: confidente, amigo personal del regente británico, bufón, comensal y juglar, incluso compañero de los juegos de azar, que tanto gustaba practicar el rey Enrique.
Cuentan las crónicas, en este mismo sentido, que el monarca inglés era dado a permanecer dilatadas temporadas en su Castillo, y por ello adquirió un denodado gusto por los espectáculos lúdicos, los juegos de azar y las apuestas. Asimismo, un día, quiso rodearse de su amigo Juan de Lepe a fin de que le acompañase en una partida de naipes cuya apuesta fue del todo relevante: las rentas del Reino y su titularidad regia durante un día natural entero. Ello sería algo novedoso en el modo de actuar de Enrique VII, pues era bien conocida en la Corte y en todos los rincones del país su desconfianza ante cualquier tema económico y, más aun, su carácter avaro en el manejo de los dineros.
El resultado final de la arriesgada apuesta fue la victoria en partida doble para el marinero lepero, tras lo cual el monarca Tudor no tuvo inconveniente alguno en cumplir con su palabra, otorgándosele desde ese preciso instante el título de Rey de Inglaterra durante un día, poniendo igualmente a su disposición todas las riquezas del Reino, todo ello sin desmerecer un ápice su confianza y amistad en el aventurero español.
En su día de reinado, de Lepe tuvo la precaución de arrogarse toda una serie de derechos para sí, prebendas y cuantiosas sumas de dinero que le aseguraran un próspero futuro, sabedor de que su reinado sería efímero. Así, desde ese momento, Juan de Lepe sería conocido en todo el Reino, desde el más humilde plebeyo hasta el más notable miembro de la clase nobiliar, como “The Little King of England” o, lo que viene a ser la traducción, “El Pequeño Rey de Inglaterra”.
Transcurridos los hechos de esta forma, es de suponer que el hábil aventurero lepero gozaría de unos años de espléndida fortuna en Albión, pudiendo gozar de toda su nueva riqueza, pero, a la muerte de su amigo y protector regio, decidió retornar a su tierra natal, temeroso de que la ascensión del nuevo rey provocase su inmediato declive en la corte británica.
Y así lo hizo, volviendo a Lepe, donde disfrutó de sus ganancias británicas, no sin antes donar una cuantiosa cantidad al ya mencionado convento de Nuestra Señora de La Bella, como buen cristiano temeroso de Dios, aunque dejando escrito como mandato testamentario la obligatoriedad de inscribir en su sepulcro, allí localizado, hechos tan destacados como los acaecidos en tierras tan lejanas.
Por desgracia, no quedan a día de hoy resto alguno de tal inscripción funeraria, si bien fue transcrita como ya hemos dicho por Fray Gonzaga; aunque permanece, a modo de legado de tales hechos, un objeto en extremo valioso, como es la mismísima corona real de Enrique VII, realizada en plata con esmaltes, que fue traída por Juan de Lepe y donada a su adorada Virgen de La Bella.
Cabe concluir aquí, en fin, la importancia y el protagonismo de un ilustre hijo de Lepe, quien supo sobreponerse a cualquier vicisitud en tierras lejanas, logrando incluso la connivencia con el poder en base a su perspicacia y, claro está, estrategia para lograr unos propósitos y aventuras que, cual libro de caballerías, muestra el innegable carácter pícaro español que tan bien supieron reflejar en sus novelas los autores del Siglo de Oro hispano.
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